Con el desarrollo de las grandes empresas e instituciones a finales del siglo XIX y durante todo el siglo XX, la profesión de secretaria adquirió un papel central en la gestión administrativa. La secretaria debía ser capaz de organizar agendas, redactar correspondencia y elaborar informes. Una de las exigencias principales era la dominación de la taquigrafía, junto con la mecanografía.
En las academias de secretariado se enseñaba taquigrafía como una asignatura obligatoria. La velocidad con la que una secretaria podía tomar notas taquigráficas era un símbolo de su profesionalismo y eficiencia. Competencias como escribir 100 o 120 palabras por minuto eran metas comunes que garantizaban un empleo seguro.
En el ámbito legal y empresarial, la taquigrafía resultaba invaluable. Las secretarias podían registrar minuciosamente reuniones, acuerdos y dictados sin perder detalles importantes. Esto permitía luego transcribir los documentos de forma ordenada y confiable.
Más allá de la utilidad práctica, la taquigrafía también aportaba un valor simbólico: era la marca de una profesional altamente capacitada, que dominaba un arte que pocos podían ejecutar con destreza.
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